ESCAPAR DE LA DESESPERACIÓN

Out of despair

Recuerdo cuando niño que vivía en una casa muy pequeña en una reserva con mi padre, madre y hermano pequeño. La casa tenía dos pequeñas habitaciones y un entretecho. Puedo recordar estando sola en varias ocasiones con mi hermanito, comiendo avena cruda y dando leche en polvo a mi hermano en su biberón. Mi madre y padre iban a la ciudad a tomar y no volvían hasta por un día o más. Muchas veces nos quedábamos en un vehículo fuera de la cantina hasta tarde en la noche esperando a nuestros padres. Salían y nos daban papas fritas y soda y otra vez entraban.

Recuerdo que una noche mis padres me acostaron en la cama y salieron. Pude verlos caminando en la oscuridad hacia la carretera donde pedían aventón para viajar al pueblo. En vano, yo llamaba y lloraba, pero ellos seguían caminando. No regresaban por varios días. Recuerdo que iba a donde mis vecinos a quedarme con ellos. De vez en cuando yo volvía a casa a ver si mis padres habían vuelto, y por fin un día los encontré allí. Mi mamá estaba lavando la ropa, pero no sé dónde estaba mi padre. A veces mi madre dejaba a mi padre. Luego mi padre iría en busca de ella para traerla a casa. Pelearon mucho.

Creo que fue durante este tiempo que alguien denunció nuestra situación a los servicios sociales porque no mucho tiempo después la policía vino y llevaron a mí y a mi hermano. Recuerdo que trataba de huir y mi padre, llorando, me agarró y me dijo que tenía que ir. Yo estaba sentada en el coche de la policía, llorando. Me llevaron a un lugar desconocido. Luego me llevaron a un hogar de acogida. Estaba con un hombre y una mujer. El hombre no era un buen hombre. Fue una experiencia mala.

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Después la trabajadora social vino y me llevó a un internado. Apenas tenía 6 años.

Recuerdo que fui a donde vivía mi tía. Subí la colina corriendo a una antigua casa de palma donde mi tía estaba sentada en la mesa comiendo. Mi madre estaba allí. Me llenó de alegría al verla. Ella fue conmigo y la trabajadora social para encontrar a mi papá. Fuimos a una cantina donde le encontramos. Estaba tan borracho. Me llevó a una tienda y me compró todo tipo de dulces para llevar a la escuela. Cuando llegamos a la escuela me enviaron al patio de recreo mientras mi papá, madre y la trabajadora social tuvieron una reunión.

Mi papá salió al patio de recreo tambaleándose y llorando, queriendo despedirse de mí. Lloré y grité y no quería despegarme de él. Fue la última vez que le vi. Él murió esa Nochebuena, borracho y peleando. Por mucho tiempo, sola, yo lloraba la muerte de él. Lloraba y caminaba por el campo hablando con Dios y con mi papá en las nubes. Yo dejaba trozos de papel u otras cosas en un lugar específico y decía a mi papá que lo recogiera si él me podía escuchar. Muchas veces los encontraba en el mismo lugar.

Ese verano recuerdo que fui a la casa de mi abuelo y abuela. Mi madre estaba allí. Yo todavía esperaba ver a mi papá. Mi madre lloraba mucho y cantaba: “¿Cuán lejos es el cielo? Yo quiero saber. Amo a mi papá, y lo quiero ver.”. Yo quería mucho a mi madre; me llamaba su nena. Ella era muy bonita y siempre se vestía muy bien. Ella iba al sur para recoger manzanas en el otoño del año.

Un año mi madre volvió a casa con un hombre desconocido. Cada año que ella vino a la casa de mis abuelos estaba embarazada. Dejaba al niño con mi abuela.

Yo era la segunda de nueve hermanos. Mi abuela había dejado de tomar y asumió la responsabilidad de cuidar de nosotros. Mi abuelo se dedicaba al trabajo agrícola para ganar dinero. Mi abuela recibía fondos del gobierno para cuidar de nosotros y la vida parecía normal por algunos años.

La casa era vieja y amplia y muchos parientes venían a pasar la noche. Tomaban y hacían fiesta. Mi hermana y yo estábamos asistiendo a una escuela pública. Mi abuela hacía mucha costura para que nosotros siempre estuviéramos bien vestidos. Ella también era muy buena cocinera.

Hicimos todas las cosas normales de niños: montar bicicleta, nadar, el patinaje, la pesca, tirarse en trineos y las tareas del hogar. En tiempo del verano, caminábamos de noche al arroyo para bañarnos. No teníamos mucho, pero la abuela nos enseñó todo lo básico de la etiqueta, limpieza y trabajo.

Cuando tenía diez años me parecía que mi abuela era muy estricta. Nos azotaba con un palito de sauce que nosotros mismos tuvimos que ir a elegir, y si no era suficientemente fuerte ella conseguía una más gruesa.

Con el tiempo ella empezó a tomar otra vez. Una mujer le había convencido de probar la ginebra de limón porque era tan bueno. Nuestro mundo normal comenzó a desplomarse.

Fue durante este tiempo que yo fui violada. Después de eso no me importaba lo que ocurría. Yo peleaba, hacía novillos y comencé a fumar. Me estaba poniendo rebelde.

Fui separada de mis hermanos, a excepción de Jorge. Él fue adoptado en un hogar inglés cuando era un bebé.

El último año que nos mandaron a la escuela residencial me metí en un montón de problemas. Robaba comida de la cocina. Todavía mojaba la cama. Probaba muchas cosas para poder dejar de mojar la cama. Me sentí mal, despreciada, avergonzada, menos que humana, enojada y lastimada. Parecía que donde quiera que fuera, siempre llevaba un dolor que no podía entender ni identificar. Recuerdo que fui a la ciudad un sábado. Estaba con unas chicas y robamos una botella de whisky de un hombre borracho en la calle y nos emborrachamos. Me enviaron al reformatorio para jóvenes por seis meses.

Después volví a vivir con mi abuela. Fue la última vez que vi a mi hermano Manny, hasta que le vi 21 años después en el funeral de mi hermano Tony. Tony se había ahorcado, y sus dos hijos lo encontraron en el sótano de su casa. Manny fue severamente afectado por el síndrome alcohólico fetal (SAF) debido a la fuerte adicción de mi madre y el padre de él. Mide 135 centímetros de altura con la frente saliente, ojos pequeños, labios grandes y con una mentalidad de un niño de 6 años de edad. Todo por culpa del alcohol. Él casi no podía creer que yo era su hermana; estaba tan feliz de verme. Él siempre me tocaba, sonría y se quedaba a mi lado.

Llegué a casa ese verano y descubrí que realmente no tenía un hogar. Viví con mi abuela y su hermana por algún tiempo y por otro tiempo en bodegas de mis amigas. Íbamos al basurero para conseguir comida que las tiendas de abarrotes botaban allí. Ese año tuve varias experiencias malas con el alcohol. En el otoño mis abuelos compraron una pequeña cabaña de 4,5 metros cuadrados donde vivíamos. En ese tiempo estaba asistiendo a la escuela pública, y fui tan avergonzada cuando no podía encontrar ropa limpia o calcetines emparejados que a veces no iba. Los directores de la escuela se pusieron en contacto con mis abuelos y fue entonces que me entregaron a los servicios sociales.

Me pusieron en un hogar de acogida. La mujer fue blanca y el hombre fue un indígeno. Eran estrictos, pero nos enseñaron mucho. Él nos pegaba con una manguera de jardín cuando éramos traviesos. En el verano sembramos un enorme jardín de verduras frescas para venderlas a la gente de la ciudad. Era un lugar hermoso. Nadamos en el río durante todo el verano. Nuestros padres de acogida nos daban un dinero semanal por el trabajo que realizamos.

Cuando sufría dolor o me sentía sola, haría largas caminatas por las colinas cerca de nuestra casa. Allí hablaba y derramaba los contenidos de mi corazón a Dios. No me di cuenta en ese entonces que era una terapia emocional para mí, pero sentí que me ayudaba.

Empecé otra vez a asistir a la escuela pública. Me iba bien hasta que comencé a batallar con mis calificaciones. Comencé a hacer novillos y juntarme con unos jóvenes errantes. Siempre me sentía inferior porque yo era una niña de acogida e indígena y no parecía estar al nivel de los demás.

Había comenzado a experimentar con el LSD y marihuana. La segunda vez con el LSD tuve una mala experiencia. Yo supongo que me sirvió de bien porque tenía miedo de probarlo de nuevo. Sufrí los efectos secundarios de esa mala experiencia con el LSD por varios años.

Me involucré con un hombre y quedé embarazada. Nuestra relación fue muy tormentosa. Después de que nació mi hijo, compramos una pequeña casa rodante. El alcohol me estaba venciendo cada vez más. Tenía miedo de quedarme sola en la noche y por eso tomaba para adormecerme, y mi adicción progresó. Me accidenté con el carro y no recordé nada. No tenía licencia de conducir. Mi familia, que ahora vivía más cerca de mí, no me ayudaba con mi problema con el alcohol. Intenté suicidarme varias veces porque empecé a odiar a mí mismo y a mi problema desesperada con el alcohol.

Traté de escapar a través de las drogas y el alcohol. Mi vida era sin esperanza. Probé varios centros de tratamiento y los Alcohólicos Anónimos, pero parece que no podía mantenerme sobria más de tres meses. Durante este tiempo me separé y volví a juntarme con el padre de mis tres hijos varias veces. Al fin llevé a mis hijos y me separé de él. No era fácil criar mis hijos sola, pero siempre creía en Dios y de alguna manera me ayudaba. Conocí a muchas personas que siempre estaban dispuestas a ayudar.

Conseguí un buen trabajo con una organización indígena. Entrevisté a todas las mujeres aborígenes haciendo una encuesta para el gobierno. Conocí a mi marido en un club de sobrios. Poco después de eso nos casamos. Tratamos de ajustarnos a una vida con seis niños, entre 5 y 16 años de edad. Era muy difícil. Teníamos muchas luchas. Yo sentí muy insegura. Había decidido dejarle cuando él tuvo un accidente grave, y yo no podía dejarle así. Me quedé con él, y él se recuperó. En ese tiempo hubo unas reuniones evangélicas en frente de nuestra casa. Mi marido dijo que se iba a volver a la iglesia y a Dios y que iba a ir a las reuniones. Me preguntó si quería ir también, y le dije que no. Cuando él empezó a asistir, cambié de mente y me fui con él. Este fue el comienzo de nuestra caminata al Señor.

Empezamos a asistir a la iglesia. Allí conocimos a una pareja. Él era un pastor. Les conté acerca de mi vida. Me dijeron que Dios podría ayudar. Me preguntaron a dónde iría si me muriera. Les dije que no estaba segura. Me sentí de esa manera porque estaba avergonzada de mí misma. Yo sabía que no estaba bien con Dios. Explicaron el amor de Cristo por mí. Me dijeron que él me ama y que me perdonaría. ¡Oh, el perdón! Solo él puede restaurarme, transformarme y perdonarme. No soy nada sin él. Todos cometemos errores. Nadie es perfecto. Todos sienten vergüenza, dolores y heridas. Lloré mucho y le pedí a Dios que me perdonara. Algo sucedió esa noche. Jesús entró en mi corazón. Él me salvó. No tenemos que ser cargados con los pecados de nuestro pasado. Podemos ser perdonados y seguir adelante con una conciencia libre.

Quisiera decir que la vida era perfecta después de eso, pero no fue así. Tuve que seguir haciendo frente a los retos que la vida da. Pero Jesús estaba allí conmigo. Me mantuve sobria y comencé a crecer en mi vida cristiana. Comencé a asistir a la iglesia.

En cuanto el Señor me mostraba más de la vida cristiana, mis pensamientos, acciones y creencias cambiaron. Empecé a oponerme a asuntos no cristianos en el trabajo y perdí mi empleo. Yo estaba desolada, pero más tarde me di cuenta de que fue lo mejor que me pudo haber pasado.

Empecé a ser una madre a mis hijos. Empecé a leer la Biblia en cada ocasión que podía. Dios comenzó a reprenderme acerca de mi apariencia. Comencé a vestirme más modestamente. También me deshice del televisor y el material de lectura mala. No me di cuenta de cuánto era adicta a la tele hasta que ya no la tenía.

Un día me di cuenta de los niños con quienes nuestra hija jugaba. Yo quería tener una escuela bíblica con ellos. Hice unas invitaciones y las repartí. Tuvimos la escuela bíblica por cinco días, del lunes al viernes. Cada día había más niños. El último día tuvimos un asado de salchichas y más que veintiséis niños llegaron. Les dimos Biblias a todos. Estaban tan contentos de tener sus propias Biblias y encontrar los versículos que habían memorizado. ¡Qué bendición!

Algunos años después, nuestra hija tuvo una experiencia personal con el Señor. Sabíamos que era el Espíritu que le había tocado. Fue la cosa mejor que jamás le había pasado. Creemos que Dios quiso que estuviéramos ahí para ella. Es una vida maravillosa y hermosa.

Dios me ha dado paz en mi corazón y ha cambiado mi vida. Él está conmigo cada día.

“Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:3-5).

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